MARÍA ESTHER SORBELLO
Poeta y escritora. Reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
FELIPPA
Poeta y escritora. Reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
FELIPPA
Abuela aún siento tu perfume a rosas, el que sólo usabas para salir a pasear, el que traías cuando llegabas temprano del campo -Ituzaingo- cargada con huevos frescos de tus gallinas, las botellas de miel, las rosquitas, esas rosquitas que a pesar de tener anotada tu receta, nunca a mí me saldrán como tú las hacías. Tus manos, el amor de tus manos, le daban a la masa un sabor único, especial.
¡Cómo no recordarte! Hoy y todos los días.
Tus manos eran pequeñas; en ellas se notaban el trabajo que hiciste durante años criando hijos. Y qué suaves se hicieron para jugar, acariciar y disfrutar de tus trece nietos.
Todos dicen que me parezco a ti. Puede ser; eras fuerte. Yo no tanto.
Cuando tu hombre, mi abuelo, partió del puerto de Sicilia, te quedaste, apretando a tu hijo entre tus brazos.
Nadie te vio llorar. Nadie supo tu pena, tus temores.
Tu madre te vio erguida y confiada. Tu hijo se sintió protegido en tu regazo. Tu dolor, tu duelo lo hiciste en tu cama matrimonial casi nueva, ancha, vacía, con olor a ausencia. Allí lloraste, maldijiste a esa tierra, por ser la que te había robado a tu hombre. Soportaste todo lo que nadie hubiera soportado. Sólo una carta y luego el silencio. Sin más noticias. Sin más cartas.
Un día no dudaste. Le dijiste a tu madre que ibas con tu hijo tras tu esposo. Si ella se atrevía al viaje irían los tres, sino te irías con tu niño.
Tu madre, con valentía y amor, te siguió: -no creo que mi bisabuela, la “Nanita”, tan chiquita, tan “pasita de uva”, tan querida, hubiera soportado el dolor de quedarse sola- y te siguió.
Y te embarcaste con tu hijo de tres años, tu madre y tus valijas llenas de sueños y temores por lo que podías encontrar.
El viaje en el barco fue muy duro; tenían lo justo para sobrevivir, comían poco y cuidaban el agua. Varias tormentas azotaron el barco y tú temblabas por tu madre y tu hijo. Días y días de cielo y mar: mar suave, mar bravío, mar impredecible. Como tu destino.
Al llegar, el viejo Hotel de Los Inmigrantes los recibió acogedor, pese a su austeridad. Todo te parecía mucho después de tantas privaciones en esa penosa travesía. Descansaste un poco, había que reponer fuerzas.
Al otro día dejaste a tu hijito con tu madre y saliste.
Larga fue tu búsqueda. Ibas con la dirección de varios paisanos anotada en un papel. Era todo lo que sabías. Direcciones, que para alguien que no sabe el idioma y no conocen el país, eran...nada.
Tus ganas y fuerzas triunfaron. Después de varios días de salidas infructuosas encontraste a la familia que hospedaba a tu esposo.
Ellos te dijeron que él se había ido a la cosecha de maíz, en Santa Fe, pronto volvería. Cuando preguntaste por qué no había cartas te habían dicho: “Cartas, si, sabían que había escrito poco; pero más de una. Las distancias son largas y las cartas se pierden”.
No querías preguntar nada más.
Te sentiste más aliviada cuando te hicieron pasar a su habitación. Te dejaron sola. Lo primero que viste al acostumbrarte a la penumbra, fue la última foto que se sacaron los tres antes de que él partiera. Estaba sobre una vieja mesita de luz.
La angustia que oprimía tu corazón desapareció, no te había olvidado. Tu hombre -mi abuelo- te quería y te tenía presente al lado de su triste y solitaria cama.
Regresaste casi corriendo al Hotel De los Inmigrantes a buscar a tu hijo y a tu madre.
Al llegar a la casa de tus paisanos se instalaron en el cuartito que ocupaba el abuelo, ellos te ayudaron en todo lo que pudieron hasta que llegó él. Tus manos hacendosas, tejieron con habilidad hermosas carpetitas; fuiste desgranando con hilo en forma de hermosos dibujos, tus sueños. Eso les dio el dinero necesario para poder esperarlo, sin dar demasiados gastos a los que generosamente los habían acogido.
Yo también abuela, puedo con hilos desgranar mis sueños, esa habilidad me la trasmitieron tus genes.
Luego llegó el abuelo y los llantos y las risas los cubrió a todos. Sé que hasta bailaron: tú me lo contaste.
Con el tiempo llegaron cinco hijos más. Y te hiciste argentina por adopción. Siempre decías en tu lengua, mezcla de italiano y español: io sono tucumanisa. No decías: yo soy argentina, decías: yo soy tucumana.
Y yo, que no comprendía, te preguntaba:
–Abuela: ¿Por qué tucumana?, y tú me decías:
-Ahí se declaró la independencia. Y me daba cuenta que la tierra que habías maldecido por quitarte a tu hombre, esa tierra fue la tuya.
La que más amaste.
Abuela, como olvidarte, y es cierto me parezco en mucho, pero no soy tan fuerte. Los días en que la tristeza se instala en mi alma, acudo a ti, acudo a tu fuerza. Tú con todos los recuerdos hermosos que me dejaste, haces asomar de entre las nubes las estrellas, para mí, para tu Stella, como me llamabas. Te quiero abuela y cuánta falta me haces.
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