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viernes, 27 de enero de 2012

DESDE ESTADOS UNIDOS: Rubén Sánchez Féliz

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JAURÍA HUMANA


Fue precisamente Jonathan, el hijo de Fremio, quien encontró el primer perro tirado en la entrada del callejón, en la esquina derecha del portón de hierro, con el hocico espumoso y media lengua afuera. 

   —¡Lo envenenaron! —exclamó el niño y regresó a la casa a toda prisa para avisarle a su padre.

            Aún recuerdo la sorpresa en el rostro de los vecinos. Era el perro de la hija de Flor, la que vive en la parte de atrás del caserío. Pensamos que cuando la niña lo supiera, pegaría el grito en el cielo.

            —¿Qué habrá pasado? —preguntó un vecino, en tanto le daba una calada a su cigarrillo.

            —Lo envenenaron —dijo otro.

            —Hay que hacer algo —opinó un tercero.

            —No es para tanto; se trata de un perro —repuso Fremio.

            Eran las siete y media de la mañana. Hacía algo de frío y una tenue neblina enrarecía el ambiente. La gente del patio seguía llegando atraída por el vocerío. Como había llovido en la madrugada, el pelambre castaño del perro estaba mojado y en las esquinas se adivinaban algunas lombrices surcando la tierra. Olía feo; la misma peste que se desataba en el patio cada vez que llovía, cada vez que la tierra se levantaba en sierpe, ligeramente cortada, entre babosas, hongo y hierba podrida.

            Ahí estaba el perro, en medio de esa inmundicia, envenenado. Me quedé mirándole el hocico semiabierto y esa expresión de cosa muerta. Tenía las patas cruzadas y tiesas y, como si lo hubieran colocado con delicadeza, el rabo quedó posado sobre una hierba rala, mojada y apestosa.

            —¿Qué vamos a hacer con el perro? —preguntó uno de los vecinos.

            —Hay que avisarle a la dueña. Ella sabrá. 

            —Pero debemos quitarlo de ahí; está en la mera boca del callejón y más tarde empezará a heder.

            Entonces dos hombres buscaron un saco terroso y, ayudados por un palo de escoba, entraron el cuerpo en el saco y lo arrastraron hasta un terreno baldío cercado de alambre de púas, no muy lejos del caserío.

            Cuando la hija de Flor lo supo, apenas se le aguaron los ojos.

            —Imagínate —dijo Fremio—; era un perro realengo.

            Muerto el perro y removido el cadáver, la gente, como guiada por las manos de una costurera, se ensartó en la infame rutina de esa mañana de otoño.

            Cuando llegó la noche, entré en la casa y me fui directamente a mi habitación. Me recosté con la intención de dormir, pero me puse a dar vueltas en la cama. Juntaba los párpados y aparecía el perro de la hija de Flor, ladrando. Lo veía con los ojos cerrados y la lengua, tumefacta, le colgaba como un higo del hocico lleno de espuma. Fue quizás por esa incomodidad que abandoné mi cuarto temprano; iban a dar las seis de la madrugada. Abrí la puerta de atrás y un fresco viento me estremeció. La tierra rojiza del patio estaba mojada de lluvia y un anillo de niebla aún flotaba en el espacio. De algún lugar del caserío subía un fuerte olor a hongo y a madera podrida. Caminé hasta el centro del patio y cuando eché un vistazo al callejón, vi, no my lejos del portón, a un vecino junto a una masa amarillenta tirada en el suelo. Me acerqué despacio y, cuando estuve a unos metros, verifiqué que, en efecto, el vecino estaba frente a un perro envenenado.

            Llamé a Fremio y el ruido despertó a otros vecinos. No pasó mucho tiempo para que se formara un tropel de gente en torno al cadáver.

            —Es el perro de Roberto —dijo el que hizo el hallazgo.

            —Era el perro de Roberto —bromeó Fremio.

            Como hacía frío, la gente se frotaba los brazos y tiritaba. El portón permanecía cerrado. Todos lo vimos tal como lo habíamos dejado en la noche: el pasador enmohecido anclado en el suelo y el candado puesto en la aldaba. Nos miramos entre sí. En realidad, todos éramos sospechosos. Al rato, no obstante, los mismos vecinos de ayer metieron el perro en un saco y lo llevaron al terreno baldío, donde lo arrojaron, no muy lejos de donde había quedado el perro de la hija de Flor.

            —Habrá que vigilar toda la noche, a ver quién es el desgraciado que está envenenando a nuestros perros —propuso Juancinín, pero nadie le hizo caso, e incluso él mismo se olvidó del incidente cuando se fue al trabajo.

            Un vecino me dijo:

            —¿Quién, en su sano juicio, va a perder su sueño por un par de perros envenenados?

            Después de dos semanas quedaban pocos perros en el caserío. Casi todos los días aparecía uno tirado en algún rincón del patio, con las patas tiesas y la lengua afuera, rompiendo la masa de espuma en el hocico. La gente se limitaba a levantarse, a contemplarlos por un rato y luego los metían en un saco y los arrojaban en el mismo terreno baldío. También miraban el portón herméticamente cerrado y, de cuando en cuando, se producían rumores y miradas de soslayo.

            Al principio nos llegaba un tufillo a cuerpo descompuesto, pero luego el tufillo se convirtió en un hedor insoportable. La gente, sin embargo, parecía no importarle, a pesar de que la fétida atmósfera se expandía según pasaban los días y las semanas.

            Una tarde vi a Mary, la hija de Teresa, fotografiando a su perrita.

            —¿Qué haces? —le pregunté.

            —Quiero guardar un recuerdo de Lally —respondió, impasible, como si tuviera la certeza de que su mascota aparecería envenenada en la boca del callejón.

            —No seas pesimista.

            No sé por qué razón dije tal cosa. Fremio y yo éramos los únicos que no teníamos perro en el caserío. Pero de todos modos, Mary hizo caso omiso a mi comentario. A lo sumo se encogió de hombros y siguió fotografiando a su perrita, sin dirigirme la mirada. El mismo animal parecía presentir su propia fatalidad. Tenía un brillo opaco en los ojos, el rabo y las orejas caídas y se desplazaba de un lado a otro con una pereza aterradora. Incluso el pelambre de un blanco impecable parecía más bien gris, como si desde ya lo hubiera salpicado el germen de la desgracia.

            Dos días después, en efecto, Lally, la perrita de Mary, amaneció envenenada en medio del callejón. Nadie se sorprendió. Los vecinos procedieron a meter el cuerpo en el saco y, con ese gesto mecánico, rutinario, la llevaron hasta el terreno baldío y la arrojaron entre la podredumbre. La niña no se inmutó, más bien se redujo a una vecina más de ese tropel repetido que se aglomeraba y circundaba el cadáver todos los días, antes de ser retirado, como un ritual.

            Ahora sólo quedaba el chihuahua de Máximo. Era un animalito curioso, juguetón, con las orejas rectas y esos ojazos muy grandes para su cabeza de nuez. Tenía el pelaje de un café moteado, casi rojo.

            —Me lo voy a llevar lejos —amenazó Máximo.

            A la gente le daba igual, aunque el perrito era muy simpático. Si bien, a decir verdad, los vecinos sólo deseaban que se acabaran los perros de una buena vez, así decían, que querían descansar, regresar a esa vida tranquila, sin sobresaltos, la que habían llevado hasta que apareció el primer podenco envenenado. Nunca sospecharon que esa racha inaudita era, posiblemente, el inicio de un ocaso colectivo. 

            Máximo, tal vez inhibido por el azar, por no querer poner trabas a lo que a él le parecía inevitable, se cruzó de brazos y un domingo, de mucho frío y espesa neblina, su chihuahua amaneció, como los otros perros, envenenado entre un manojo de hierba podrida en la esquina del callejón. Parecía un ratoncito dormido. Como era de esperarse, hubo un alivio porque, finalmente, ya no había perros en el caserío.

            La semana siguiente los vecinos descansaron de la cadena de muerte canina. El lunes después del envenenamiento del chihuahua, la gente se despertó temprano a ver si aparecía algún perro de los caseríos vecinos. Pero nada de eso pasó. El martes, acaso por la inactividad, hubo confusión entre los vecinos. Se levantaron de madrugada y tropezaron uno con otro, hombres, mujeres y niños, desorientados, sin nada qué hacer. Entonces, el mediodía del miércoles, se llamó a una reunión urgente porque, según anunciaron, querían averiguar quién había envenenado a los perros. 

             —Es alguien del caserío —señaló Flor. 

            Pero todo quedó en palabras. No creo que a nadie le importara en realidad la adversa suerte que corrieron los perros. Lo que sucedió el miércoles, esa dichosa reunión,  no fue más que, tal vez, la nostalgia de levantarse temprano y encontrarse con un canino envenenado, para luego depositarlo en un saco y arrojarlo al terreno baldío. Como si esa acción diaria correspondiera a una especie de purificación ritual para expulsar alguna impureza, para purgarse. El hombre es un animal que no se quiere ni a sí mismo. 

            Al llegar la noche, yo me sumergía en mi soledad. Me tiraba en la cama y encendía un cigarrillo. Lanzaba bocanadas de humo y pensaba en mis vecinos, en cuán egoísta eran. Detrás del humo, a veces, me parecía ver una jauría interminable y empezaba a contar perros, como hacía de niño con las ovejas, antes de dormir. Así era todas las noches y cuando conciliaba el sueño, despertaba poco después, exhausto. Y como se habían acabado los perros, empecé a soñar con una jauría humana.



            El sábado y el domingo nadie habló de los perros, los vecinos decidieron enterrar ese asunto en el pasado.

            El lunes, cuando Teresa se disponía salir a su trabajo, encontró, tirado sobre la hierba podrida, los ojos volteados, la cara tumefacta y los brazos renegridos, a Jonathan, el hijo de Fremio, aún echando espuma por la boca. 

            —¡Lo envenenaron! —exclamó Teresa y todos salieron alborotados, como si hubieran recuperado la razón para enfrentar cada día…
Rubén Sánchez Féliz

sábado, 7 de enero de 2012

DESDE LA RIOJA: Magdalena Bo

Y de este modo comenzamos este 2012, lleno de esperanzas y renovadas energías para volar juntos con la palabra. Volar simplemente desplegando nuestro interior para unirnos en un nuevo rumbo donde la creatividad y la inspiración se amalgaman superando las distancias.
Magdalena Bo, nuestra amiga de La Rioja, comienza este nuevo ciclo con un bello poema. Gracias Magda por estar e impulsar estas ganas de compartir sentires.

DÍA DE REYES

BENDITA INFANCIA,

ALLA QUEDARON

EN LA LUZ DE LOS RECUERDOS

LA MAGIA VESTIDA DE REYES.

INUNDA MI CORAZON

IMÁGENES SUTILES

PALABRAS IMPREGNADAS

DE DESEOS,

DONDE BAILAN

MIS MUÑECAS MÁS PRECIADAS.

EN ESE ARCON IMAGINARIO

GUARDO RISAS, GRITOS

APLAUSOS

Y MIRADAS INOCENTES,

BUSCANDO EN LOS RINCONES

ALGUN VESTIGIO

DE ESAS VISITAS TAN ESPERADAS.

HOY MIS NIETOS

RENUEVAN MIS IMÁGENES

Y SUS MANITOS APRESURADAS

ROMPEN EL PAPEL DE LA ESPERANZA!!!

Y AUN, DESDE EL RINCON MÁS ÍNTIMO

DE MI ALMA ADULTA

RENACE LA NIÑA FELIZ

QUE ALGUNA VEZ, ESTUVO EN MI…

MAGDALENA BO. –LA RIOJA

Los Túneles. Pocho. Córdoba. Argentina

Los Túneles. Pocho. Córdoba. Argentina
La magnificencia del paisaje en los llanos de Chancaní

Laberinto. Hugo Ricobaldi

Río Jaime

Río Jaime
Arena, agua, se escurren caprichosas entre rocas milenarias.