TARDE DE DOMINGO (I)
Desde que me
conozco, el domingo me provoca un estado melancólico, principalmente, en la
tarde. Ese domingo, la pequeña euforia de la mañana había pasado,
y me quedaba hacer la visita a mi padre viudo. Vivía solo en su apartamento de
planta baja, pero en el mismo edificio vivía mi único hermano menor. Cuando
llegué, estaba de sobremesa con su primo Dante. Este encuentro era obligatorio
los domingos. No sólo compartían el almuerzo, también rememoraban las diabluras
infantiles, los juegos en la casa común, la misma escuela, y algún cuento de
sus progenitores. Dante tenía mejor memoria que mi padre para recordar
detalles, hechos, fechas y nombres. El ingenio de los dos viejos aumentaba con
el vaciamiento de una botella muy bien etiquetada. Ambos habían tenido la
fortuna de haber viajado a Europa, particularmente a Italia, y no “cualquier”
lugar de Italia… casi con veneración recordaban a Génova, La Spezia, Cinque
Terre, y particularmente la provincia de Manarola. De este puertito genovés había
partido el abuelo de ellos, don Domenico Riccobaldi, por ¿quién sabe cuántas
veces? con destino a América. En el viaje anterior había recorrido la costa sur
y si algún día debía emigrar se quedaría en Montevideo, por ser la más parecida
a su tierra natal. La vida en Italia no era nada fácil, a la incertidumbre
económica se unía la certeza de la guerra. Siendo casi un chiquilín había
servido como “marinaio” en un buque de la Armata d’Italia, durante un raro
momento de paz. Aprovechando el viento favorable de las circunstancias deserta
y se radica en Montevideo. Pronto la
imaginación suple los baches de la información: habría llegado con muy pocas
liras a una ciudad de progreso lento, sin locomoción pública, sin luz y sin red
de agua potable. Desde la aduana se vería todo el caserío, de manera que al preguntar
donde estaban sus paisanos, se obtenía respuesta rápida: allí, cuando “allí”
quedaba a pocas cuadras bordeando la bahía.
Tal vez, fuera a parar con su magro equipaje, a esos caserones donde se
alquilaban las piezas de a una, bautizadas por el ingenio popular como conventillos. Se cree que no le costó
mucho conseguir trabajo.
- Dante, vos que hablaste mucho con la abuela ¿qué te contó?
- Ella era comechingona. Y miró a mi padre. Mecánicamente, con mi
hermano miramos a mi padre. Me salió a media voz: ¿cómo? ¿Y de dónde eran?
- De Córdoba.
Si alguna vez
habíamos escuchado esto, francamente, no le dimos ninguna importancia, pero
ahora sonó fulminante.
Mi viejo sólo
atinó a agregar: Si, eran indios cordobeses. Miré a mi hermano y tenía cara de
pocos amigos, pero para mi la “noticia”
tenía adrenalina. Rápido para el cálculo: mi abuelo, 50%; mi viejo,
25…nosotros (con mi hermano):12,5% de sangre indígena americana. Me encantó.
¿Y cómo fue
que vinieron a Uruguay?
- La abuela Teodora había sido traída por sus padres siendo niña. Su
padre, don José León Gaytán se había decidido a emigrar desde Córdoba, luego de
una (de las tantas) epidemias de “peste” o viruela, cuando había perdido a un
hijo (o a más), estaba casado con doña María Carisolia Hidalgo o Ydalgo. Queda
en el cajón de los misterios, la profesión de Don José. Pero sin duda le
resultaba difícil sostener a todos y decidió lo inevitable: entregó en tutela a
la jovencita Teodora a una familia del puerto, propietarios de una fonda, donde
la niña podía colaborar en los quehaceres de la cocina.
A esa fonda
iba a almorzar…Domenico. Dante recuerda
que a esa altura de la historia familiar, a la abuela Teodora se le encendían
los ojitos. Domenico tuvo que volverse a su tierra, previa promesa de volver. Cumplió
y el 20 de noviembre 1869 se casaron en la Catedral, fundando una familia. Tuvieron siete hijos y un montón de nietos.
¡Bravo, por don Doménico! Si no hubiera sido un hombre de palabra, nosotros no
estábamos aquí, porque el menor de ellos, también llamado Domingo, fue mi
abuelo. El resto de la tarde la pasamos ocupados en otras historias.
HUGO RICOBALDI - URUGUAY
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