La placa inexistente
Las caries del revoque y los clavos oxidados, la chapa apedreada y las capas de esmalte saltado. La calle Uruguayana. La barbarie.
En los tiempos que los viejos y los periodistas llaman “de las vacas gordas”, las placas con los nombres de las calles eran de chapa de hierro esmaltada, “bombée”, y se mandaban hacer a París. El taller industrial L’Émaille– Gravure, recibía pedidos de todo el mundo. Muchas empresas uruguayas hacían publicidad fijando esas chapas, preferentemente en las estaciones de ferrocarril y en las paradas de los tranvías. El Municipio, en cada edificio esquina, sobre ambas fachadas, fijaba las correspondientes al nomenclátor.
Eran azules con letras blancas, tenían cuatro agujeros, uno en cada ángulo para dejar pasar el clavo; y un vivo blanco paralelo al borde, lo recorría hasta llegar al ángulo, donde la recta se transformaba en un cuarto de circunferencia para rodear el agujero, y partir otra vez recta, hasta rodear toda la chapa. Era una sutileza muy francesa, que le daba un aspecto distinguido, el famoso chic que luego, le borró a la sociedad, el suizo Le Corbusier. Aquí nos dejó de herencia las cajas de zapatos con ventanas, la pésima arquitectura que afea Montevideo.
Los agujeritos de fábrica tenían sentido: luego de esmaltada era imposible perforarla sin astillar el esmalte; luego de astillado aparecía el óxido, éste se hojaldraba, hacía presión desde abajo y el desportillado se ampliaba en un proceso que hacía de la chapa una ruina oxidada. Los vándalos no son creación de última generación, en la época de mi abuelo, también los había; la idea era tomar las chapas como centro del tiro al blanco. En las esquinas con menos siestas, estas placas eran más visitadas por las piedras que en las demás. A diferencia del cielo de constelaciones fijas, las chapas se van ganando los astillados y es fácil ver la historia de la destrucción inexorable. Las grietas finas se ensanchan, y aflora una masa naranja ocre que se esponja con las lluvias, se lustra con el tiempo, triunfa sobre la belleza del esmalte, y finalmente, un rayo de sol le da el golpe de gracia. El nombre del ilustre que la sociedad había querido homenajear, moría por segunda vez, cubierto por el dudoso homenaje de la barbarie, y atravesado por cuatro clavos mudos, testigos de la fanfarria de piedras.
Los bárbaros nunca supieron que la chapa era una modesta forma de perpetuar la entrega de las mejores facetas de alguien, para que en la sociedad precisamente, hubiera menos bárbaros.
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