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viernes, 15 de junio de 2007

HECHIZO POCHANO
Gladys Acevedo

El canto de miles de pájaros anunciaba un día feliz.
Desde un añoso algarrobo se apreciaba una pequeña cascada cuajada de brillos continuando en dos, tres, cuatro escalones formando una docena de brillantes cabelleras cristalinas.
Una rama se estremeció. El sonido de un aleteo llamó la atención a las mujeres que despaciosamente, pero con ritmo, deshacían sin apuro los duros granos de maiz.
Con ritmo ancestral sus manos curtidas aprisionaban las alargadas piedras provocando un sonido especial al introducirlas en los huecos de las inmensas rocas desparramadas sobre la ribera del río.
La sinfonía de chicharras y calandrias inundaba el ambiente mientras sus largas cabelleras, copiadas de una noche sin luna, descendían sobre hombros que destellaban con el sol veraniego.
Las miradas, de cuando en cuando, se cruzaban para sonreír y asentir sobre lo que ellas, tan sólo ellas sabían.
Detrás de un copioso conjunto de cortaderas, dos pares de ojos renegridos se saciaban con el espectáculo que la mañana les ofrecía. Aiken y Trulcún, sedientos, habían alcanzado la playa del río Jaimes; y con la agilidad de sus pies descalzos habían sorteado varios obstáculos hasta llegar al remanso tentador.
Sus cuerpos sudorosos y cansados se inclinaron con premura hasta el agua cristalina. Fue en ese momento cuando la melodía de una canción atrajo su atención.
Con la picardía que los caracterizaba, sigilosos, escudriñaron por entre los lazos cortantes de la vegetación que los rodeaba.
Aiken, el más impulsivo, deslizó una de sus manos sobre la alargada hoja y bastó para que un hilo de sangre trazara un rastro premonitorio. Sólo una exhalación que pasó desapercibida a su compañero fue la respuesta al dolor que sintió, pero que en un instante olvidó. La curiosidad y el bello canto que brotaba desde el lado opuesto pudo más que el cansancio de estos dos jóvenes cazadores.
Arrastrándose sobre la alfombra húmeda de la costa fueron ganando distancia hasta encontrar un hueco entre las cortaderas.
El primero en llegar fue Aiken. Detrás Trulcún no terminaba de desenredar tallos de plantas que no querían deshacerse del casual prisionero. Aiken suavemente corrió la cortina vegetal para encontrarse con la imagen de sus sueños.
A lo lejos, una de las muchachas sacudía su largo cabello mientras hundía sus manos en el mortero para extraer un polvo amarillento que jugaba con la brisa mañanera.
Su amiga, con pasos de gacela le acercaba un cuenco primoroso. El eco de las risas traspasó la distancia para hundirse en la ranura que Aiken había abierto. El galope estrepitoso de su corazón le anunció que algo extraño le había ocurrido.
Trulcún había desparramado los restos de las plantas que momentos antes le habían aprisionado sus piernas; y viendo la expresión de su amigo se acercó al lugar donde éste permanecía demudado.
Siguió la dirección de la mirada de Aiken y bajo un cono dorado teñido de fragancias salvajes vió lo que a su amigo lo había paralizado. Dos bellas jóvenes.
Una sensación extraña recorrió el cuerpo del guerrero mientras un impulso desconocido surgió desde lo más profundo de su ser.
Muchas veces, durantes las frecuentes caserías los dos amigos habían sorprendido a jovencitas que ingenuamente realizaban sus tareas junto al río. Muchas veces su picardía los había llevado a asustarlas imitando el rugido de un puma o el cascabeleo de una víbora provocando el miedo, las corridas y el espanto. Después, sus propias carcajadas viajaban en las noches recordando las reacciones de las muchachas.
Pero esta vez fue diferente. Los sorprendidos y asustados fueron ellos porque no entendían la atracción que ejercían las dos bellas musas que aparecieron en el umbral de la mañana.
Más entonaban la mágica canción, más se sentían atraídos hacia la imagen que guardaba ese pedacito abierto entre las cortaderas.-
Risas, gorjeos, trinares, el rítmico picoteo del pájaro carpintero se prendían más y más de la magia que los inundaba.
La lucha interior de los jóvenes cazadores llegaba al punto máximo. Los dos se miraron, aún sin comprender. Ya sus fuerzas sucumbían al canto arrullador mientras el agua transparente se desparramaba entre las pequeñas cascadas.
Las voces se acercaban como caricias prometedoras pero sus cuerpo paralizados, hundidos en la greda, no respondían a las ondas cerebrales que les decían; ¡Váyanse! Ahora!
Un sentimiento aún no resuelto, parecido al vendaval que azota los veranos entre relámpagos y truenos estrepitosos se amortiguaba poco a poco. De pronto un miedo indescriptible sacudió a los jóvenes. Sus miradas se habían pegado en la rendija abierta por pura casualidad. Las voces cantarinas se acercaban. Ya se encontraban a pocos pasos. Con terror vieron el cono luminoso que se desplazaba hacia ellos con una suavidad hiriente. No comprendían qué ocurría.
Sus pies se hundían en la carne de la tierra que tanto amaban y un sabor terroso ascendía por sus entrañas aumentando el pavor incomprensible que los azotaba. Quietos, paralizados se encontraron justo debajo del cono flameante mientras por detrás de las cortaderas dos retazos de noche sin luna anunciaban una misteriosa presencia.
Con las últimas fuerzas que les quedaban los jóvenes alzaron sus brazos suplicando piedad pero sus energías lentamente se esfumaban mientras sobre sus cabezas el cielo traslúcido se perdía entre destellos desconocidos.
Un par de ojos glaucos aparecieron observándolos con infinita frialdad.
Fue en ese instante que el grito se les ahogó en sus gargantas resecas y con sabor a tierra. Un rayo mortal atravesó sus ojos suplicantes y sus gargantas dejaron de sentir.
Silencio, soledad. El entorno se aquietó de repente. El tiempo se detuvo hechizado.
Del mismo modo que la quietud invadió esa costa del río Jaimes, en un abrir y cerrar de ojos el paisaje retomó su color y los aromas salvajes cautivaron el vuelo de mariposas y abejas buscando una flor. La imagen de serenidad regresó pero algo diferente se distinguía en el paisaje. Sobre la margen derecha, rodeado de cortaderas, dos robustos álamos extendían sus ramas, como brazos suplicantes hacia un cielo transparente surcado de golondrinas.
Las dos muchachas, con su pelo negro como la noche sin luna, molían dorados granos despaciosamente mientras sus miradas, de cuando en cuando, se cruzaban para sonreir y asentir sobre lo que ellas, tan sólo ellas sabían.




Si por esas cosas de la vida tu andar por este mundo te lleva a Pocho, deténte un instante a saborear el paisaje. En él descubrirás cómo desde la tierra surgen clamoroso antiguos guerreros de sangre comechingona que elevando sus brazos esperan despertar de su hechizo eterno.-

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